Mientras sigue el genocidio del pueblo Palestino en Gaza, el nivel de desesperación y frustración es casi intolerable para las personas que estamos relegadas al rol de espectadoras, plagadas por una sensación de impotencia y, tal vez, culpa, por no hacer nada para detenerlo. El deseo de paz nos impulsa a mirar con claridad y determinación las complejidades del ser humano, su psique, sus políticas y su economía, porque pedir paz, sin entender estos aspectos, se convierte en algo superficial e ingenuo. La situación en Israel puede ser una de las más complejas de la historia de la humanidad, ya que es el crisol de eventos y factores históricos que se remontan a hace 3000 años como mínimo. Es difícil imaginar una salida a esta maraña, una salida que no implique la perpetuación del trauma que, tal vez, es el núcleo de esta historia. En este artículo voy a intentar trazar mi recorrido en intentar entender y descifrar la situación. No soy especialista en historia, por lo tanto, la información en la que me baso es la que he podido encontrar en internet y en libros, lo cual hace probable que sea altamente incompleta. Tampoco pretendo presentar este análisis como el más cierto o completo. Comprensiblemente, es un artículo más largo del habitual, porque la complejidad de la situación no se puede resumir sin caer en simplificaciones reduccionistas. El pueblo judío La historia del pueblo judío es sinónimo con humillación, desposesión, opresión y genocidio. Desde las historias narradas en el Antiguo Testamento hasta los terroríficos eventos de la segunda guerra mundial, los judíos han ido acumulando experiencias de violencia e injusticia. Aun así, han podido también mantener una identidad cultural y religiosa muy clara, adaptable a las circunstancias a las que han tenido que moldearse a raíz de no tener un territorio propio. No conozco otra cultura que se haya encontrado en esta situación de exilio, a la vez manteniendo una identidad fuerte e impactante en las sociedades en las que se fue insiriendo. Los judíos no se absorbieron en las culturas de los países en los que vivieron desde la primera diáspora en 586 a.C, sino, mantuvieron comunidades propias que pudieron adquirir cierto estatus económico, a la vez incorporando elementos culturales y lingüísticos de los países que los alojaron (con más o menos tolerancia). Es una historia singular que tiene un valor metafórico muy potente, un pueblo expulsado de su tierra que, a lo largo de los siglos, no desiste en su intento de volver a casa. El intento de volver a su territorio original nunca cesó en los siglos entre la ocupación romana y la declaración del Estado de Israel en 1948. En este lapso de tiempo, el territorio conocido como Palestina fue sujeto de intensas disputas entre Europeos y Árabes que, según como, favorecieron el retorno de poblaciones judías, o no. En la historia más reciente, parece que en 1880, la población judía de Palestina ascendía a entre 20.000 y 25.000 personas. En 1947, había aproximadamente 630.000 judíos viviendo junto a aproximadamente 1,2 millones de árabes en Palestina. Mientras tanto, a finales del siglo XIX, se empezaba a formular la ideología Sionista, un pensamiento nacionalista que pretendía dar reconocimiento al derecho de las poblaciones Judías diseminadas por el mundo, de volver a su territorio ancestral (un concepto difícil de traducir en fronteras concretas) mediante la creación de un Estado de Israel. Desde el fin de la primera guerra mundial, el territorio conocido como Palestina estaba bajo el control militar del Reino Unido, que intentaba crear una base estable en Oriente Medio, a cambio del soporte militar de los países Árabes. El Reino Unido empezó una campaña de legalización de un Estado de Israel junto a un Estado Árabe, un plan claramente imperfecto para satisfacer las necesidades de las poblaciones Judías en su deseo de volver a su territorio ancestral, y de las poblaciones Árabes que también ocupaban este territorio desde siglos. El holocausto marcó el momento tal vez más horroroso de la historia del pueblo Judío que se vio, junto con otros grupos minoritarios cómo los gitanos, los homosexuales y los discapacitados, víctima de un genocidio premeditado a sangre fría y validado por toda una serie de teorías nacionalistas y racistas. El final de la segunda guerra mundial trajo un punto de inflexión en el cual la opinión pública de Europa y Estados Unidos vio como moralmente necesario apoyar la seguridad de las poblaciones Judías de Europa y Estados Unidos, favoreciendo su inmigración a Israel. A la vez, el inicio de la guerra fría entre la Unión Soviética y Estados Unidos, también generó un interés geopolítico en favorecer la instauración de Judíos de proveniencia Europea y Americana en la región, para garantizar una alianza frente al bloque Soviético que, tradicionalmente, se había aliado con los países Árabes. Es bastante probable que haya varias imprecisiones en este relato, pero creo que para el propósito de entender el rol del trauma intergeneracional en la situación, tenemos una idea más o menos clara de que la historia de Israel y del territorio Palestino está cargada de violencia, dolor, injusticia y opresión por todas partes. Trauma y psicopatía El trauma se define como el registro que queda en el sistema nervioso de una persona después de haber vivido una o múltiples experiencias que han amenazado su integridad física y/o psicológica. Los efectos más notables del trauma son una alteración del funcionamiento del sistema nervioso que se queda atrapado en una percepción más o menos constante de peligro y amenaza y, consecuentemente, activa sus respuestas automáticas de lucha, huida o congelamiento. El trauma activa el sistema nervioso de una manera visceral, donde las facultades racionales, como la empatía, la tolerancia, la compasión y la capacidad de sostener la complejidad de la realidad, quedan perjudicadas. Así es más fácil caer en la venganza, el odio, la deshumanización del enemigo y relatos simplistas de "buenos" y "malos". Sabemos que en muchas ocasiones, las facultades racionales, frente a esta situación de desregulación, intentan buscar una explicación para justificar las respuestas emocionales, construyendo un relato que les dé validez. El intelecto humano es capaz de coger datos de distintas proveniencias y de organizarlos de muchas maneras, cada una aparentemente verosímil. Por esta razón, nos encontramos a menudo con lo que llamamos “bucle mental”, porque nuestra mente está organizando la percepción de la realidad de distintas maneras, cada una razonable, pero completamente incompatible. Esto da pie a una incongruencia intelectual que no nos permite aplicar la misma lógica en distintas situaciones. Consecuentemente, la razón, cuando está sujeta al trauma, no es una facultad tan fiable como nos esperaríamos, porque está subordenada al poder arrasador de las emociones viscerales que el trauma evoca. Así que, en este caso, el intelecto se convierte en una fuente de proyecciones, sesgos y, también, paranoias. El Sionismo, por ejemplo, es un fenómeno comprensible si lo vemos como el intento de reivindicar la legitimidad, dignidad y autonomía de un pueblo oprimido, pero también podemos ver cómo esta ideología se ha pasado al otro lado y se ha convertido en un pensamiento supremacista. Es difícil mantener el equilibrio cuando estamos traumatizados. La psicopatía es un trastorno complejo de la personalidad que caracteriza a individuos con déficits emocionales que carecen de respeto por las normas sociales, empatía y remordimiento. Se entiende la incapacidad de participar o comprender los aspectos emocionales de la humanidad como uno de los factores fundamentales de la psicopatía. Según un panel de 137 expertos, las características más destacadas que indican que podemos estar ante un psicópata son las siguientes:
Está ampliamente estudiado que hay una correlación muy alta entre experiencias traumáticas y el desarrollo de ciertas tendencias psicópatas. No todas las personas que han sido traumatizadas desarrollan rasgos psicópatas, pero, al parecer, una proporción muy alta (entre un 90 y un 98%) de personas con rasgos psicópatas han vivido experiencias traumáticas. Entonces nos puede resultar más comprensible como algunas personas pertenecientes a poblaciones muy traumatizadas, puedan perder sus facultades socializadoras y convertirse en agentes de terror. Adolf Hitler es tal vez el ejemplo más notable de psicopatía vinculada con el trauma. Es importante recordar que el trauma no solo afecta el funcionamiento psicológico de las personas, sino el funcionamiento fisiológico del sistema nervioso, dando lugar a una alteración de las facultades cognitivas y conceptuales. Además, sabemos que el trauma puede tener una dimensión intergeneracional, lo cual quiere decir que las experiencias traumáticas vividas por una generación, pueden dejar rasgos en las generaciones sucesivas, haciéndolas más propensa a desarrollar ciertos trastornos y dificultades, sean psicológicas que fisiológicas. Lo que caracteriza las personas que, aun habiendo vivido situaciones potencialmente traumáticas, no han desarrollado síntomas, es el tipo de apoyo que han recibido. Las personas que han podido explicar su historia, recibir empatía y comprensión, que han podido dar un sentido a su relato dentro de una cosmovisión de pertenencia y aceptación, no suelen desarrollar síntomas de trastornos vinculados con el trauma. Con toda esta información, creo que nos puede resultar bastante fácil hacer ciertas asociaciones entre la historia del pueblo judío y la situación actual en la región de Palestina. Si, además, tenemos en cuenta el trastorno intergeneracional de todas las poblaciones involucradas (Árabes, Europeas, Estadounidenses) y el hecho de que nuestro sistema social y político fomenta la competencia, la individualidad, el logro y el estatus, no es difícil imaginar como sean las personas con rasgos psicópatas que tengan más fácil acceso a posiciones de poder. No podemos olvidar, también, la dimensión económica y estratégica que Israel representa ahora en el tablero internacional, además cuando es una potencia nuclear en una región muy controvertida e inestable. Buscando la paz Qué puede hacer la ciudadanía, teniendo en cuenta todo esto? No es fácil imaginarlo. Cuando estamos frente a un individuo ( o un sistema) afectado por la psicopatología, la vía del dialogo no es muy practicable. Si además esta persona está armada y activamente empeñada en actos de violencia, la situación se hace extremadamente peligrosa. Es necesario parar la violencia, pero si esto implica más violencia también hay el riesgo de seguir perpetuando la rueda del trauma. Además, a estas alturas en la historia de la humanidad, no está claro quien exactamente está libre de trauma y por lo tanto capaz de actuar sin reproducir los patrones traumatizantes. La neutralidad tampoco es una opción, si queremos parar la violencia, ni el relativismo que equipara agresor y victima. Lo que pasa, es que en esta historia no sabemos donde empezar a marcar la diferencia entre victima y opresor. En la historía de los últimos 76 años es indiscutible que la población Palestina ha vivido y sigue viviendo, en estos mismos días, un nivel de trauma que es difícl de abarcar sin que se rompa el corazón. Recuperar la agresividad necesaria para defendernos es una parte importante en la sanación del trauma, y también en la defensa de nuestra autonomía y dignidad, sea como individuos que como poblaciones. Si no tenemos vías accesibles y resolutivas para una defensa agresiva pero constructiva, es bastante probable que nuestra agresividad se convierta en violencia y que partes de nuestra psique (o de nuestra población), caiga en la psicopatía. Y así, la rueda del trauma sigue girando y sembrando el caos en el mundo. Tal vez, en nuestro intento de poner un limite claro a la violencia, estaría bien hacerlo desde la comprensión que la mayor parte de agresores han sido a su vez agredidos. Esto no justifica ni legitima ningúna acción violenta que debe, imperativamente, ser parada, y con la fuerza si hace falta. Peró no confundamos esto con la venganza y el castigo. Entrar en competiciones sobre quien tiene más derecho a estar traumatizado, puede que no sea el camino más constructivo hacia una convivencia pacifica. Favorecer la reparación no es algo que se puede hacer desde la psicopatía. Ese artículo no pretende dar respuestas, ya que precisamente es la dificultad en encontrarlas que marca la tragedia de este momento histórico. Lo que espero, es que estas reflexiones nos ayuden a crear un marco desde el cual pensar, colectivamente y de manera organizada, cómo podemos actuar frente a la realidad de una humanidad profundamente dañada. Si este artículo te ha parecido útil, te agradezco compartirlo y comentar sobre lo que te ha aportado. Si quieres recibir más artículos, puedes suscribirte al boletín mensual y seguirme en Instagram.
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Compartir nuestro dolor puede ser una de las experiencias más terapéuticas que podamos tener, y a la vez, todo depende de la capacidad de escucha de las personas con las que compartimos. Muchos llegamos a la conclusión de que es mejor guardar nuestro dolor, ya que no hemos podido tener la experiencia de ser escuchados de una manera sanadora. Escuchar es un arte Muy a menudo, incluso con todas las buenas intenciones de ayudar a las personas que están atravesando un momento difícil, nuestra manera de escuchar puede ser muy poco facilitadora. Escuchar es una experiencia que nos implica muy íntimamente y nos remueve. Escuchar activa una serie de procesos en nosotras que, si no somos conscientes de ellos, pueden interferir con nuestra capacidad de hacer espacio para la otra persona. Hay algunas ideas que podemos intentar tener presente:
Sostener el dolor Uno de los efectos de entrar en contacto con el dolor de otra persona es que se remueva nuestro propio dolor. Si no estamos acostumbradas a sostener este dolor, es bastante probable que no sepamos sostener el de la otra persona. Una de las maneras más frecuentes de evitar sentir el dolor es intelectualizarlo. Cuando hacemos esto, entramos en conversaciones muy conceptuales y analíticas, nos reparamos en clichés del tipo “Todo ocurre por una razón” y especulamos sobre las causas y posibles desenlaces. Todo esto nos mantiene alejadas de sentir las emociones y, por lo general, nos vamos de estas conversaciones tal como hemos entrado, sin que haya cambiado mucho a nivel emocional. La otra manera de evitar sentir el dolor es intentar buscar una solución. Esto es lógico y, por supuesto, buscar una solución será un paso importante en el proceso, pero muchas veces nos apresuramos a buscar la solución porque no podemos sostener la incertidumbre y la intensidad de las emociones. Además, hay situaciones en las que realmente no se puede hacer mucho, y, sin embargo, sigue siendo valioso hacer espacio para las emociones. En estos casos, pasamos a la siguiente manera de evitar estar con el dolor: la filosofía moral. Esta es otra manera de “hacer algo”, pero internamente. Queremos hacer algo con el dolor para que, al menos, nos sirva o lo podamos explicar. Entonces decimos cosas como “Hay que ser pacientes”, “Hay que ver lo que se puede aprender de esto” etcétera. Otra vez, intentar darle sentido al dolor es perfectamente natural y útil, pero lo hacemos demasiado rápido, no dejamos el espacio para que este sentido surja desde la experiencia de estar en contacto con el dolor, sino aplicamos un sentido conceptual para tener algo al que agarrarnos en lugar de... ¡Sentir el dolor! Para qué sentir el dolor Probablemente, a estas alturas, quieres saber para qué insisto en la importancia de sentir el dolor. Parece algo completamente contra intuitivo. La emoción, principalmente, quiere ser sentida. Es muy frecuente en mis sesiones de acompañamiento que, cuando invito una persona a quedarse en silencio un tiempo con su emoción, diciéndole: “Hola emoción, te siento”, ya algo afloja. Tanta energía puesta en intentar huir de la emoción, cambiarla, racionalizarla o ignorarla y lo más eficaz es decirle “Hola”. A través de una emoción se está expresando una parte de la psique, una parte del Yo de la persona. Si podemos quedarnos con ella, descubriremos algo valioso que nos quiere decir. Por ejemplo, nos hablará de su miedo, de su desconfianza, de su cansancio o de su rabia. Entrar en contacto con esta parte, nos invita a generar un diálogo con ella, y en este diálogo, muchas veces, emerge información a la que no hubiéramos podido llegar rápidamente con nuestro intelecto. Como escuchar el dolor de otros Dicho todo esto, ¿cómo podemos escuchar el dolor de otras personas? Tomando tiempo. Haciendo espacio para el silencio. Aparcando nuestra ansia de hacer algo para que este dolor acabe o para que la otra persona haga algo o entienda algo. Aparcando nuestras ideas y haciendo un espacio para la curiosidad y la exploración. Dejando de lado consejos, moralejas, análisis, explicaciones y juicios. Entrando en la experiencia de la otra persona con ella. Confiando en que la otra persona tiene la capacidad de transitar lo que le pasa, a su manera y desde sus capacidades. Entonces, para escuchar el dolor de otra persona, nos ponemos cómodas y confiamos en que nuestra propia presencia, la atención e interés que tenemos, el cuidado y el deseo de aportar ya son suficientes. Algunas maneras de intervenir Ya que no tenemos muchas referencias prácticas sobre como intervenir en una conversación, pongo aquí algunos ejemplos. Su sentido está en que sean la expresión sincera de nuestra manera de escuchar y no unas frases mecánicas. “Me parece que hay mucha (tristeza, rabia, confusión) cuando hablas de esto, ¿es así?” “¿Cómo es para ti estar con estas emociones?” “Parece como si hubiera un conflicto entre (2 partes tuyas, 2 emociones tuyas, 2 necesidades tuyas, 2 deseos tuyos), ¿es así? “Entiendo que te ha (dolido, molestado, preocupado) lo que ha pasado porque....” “Suena como que te está costando (transitar, sostener, resolver, decidir) la situación, ¿verdad?” “Claro, puedo entender como has llegado a sentirte así.” “Parece que te hubiera gustado encontrar más (apoyo, respeto, disponibilidad, alivio) y no ha sido así, ¿correcto?” “Parece que te gustaría (entender, encontrar la manera de, soltar, sentir más...), ¿cierto?” "Mmh, no es fácil estar con todo esto, ¿cierto?” “¿Si tuvieras una barrita mágica, qué te gustaría hacer con esta situación?” “¿De qué manera te puedo servir ahora mismo, necesitas un espacio para descargar o quieres que te ayude en buscar alguna solución?” “No sé qué decirte ahora, pero quiero que sepas que me importas y que quiero estar a tu lado” “¿Te sirve ahora si te digo… si hago…?” “¿Te está sirviendo esta conversación? ¿Te estoy apoyando de la manera que necesitas o te iría mejor otra cosa?” “Te quiero, quiero acompañarte en esto, aunque sea difícil” “Siento tu dolor, me conecta con el mío y estoy contigo ahora en ello.” “¿Te gustaría un abrazo?” Hay muchas más maneras, pero lo que tienen en común es que no estamos intentando llevar la persona a ningún sitio preestablecido, sino que estamos entrando en la exploración con ella, siempre dejándole la posibilidad de decirnos si la estamos entendiendo bien y si nuestro apoyo le está sirviendo. En estos tiempos tan removidos, necesitamos más que nunca espacios seguros donde poder compartir nuestro dolor, desde lo personal a lo global. Es vital aprender a escucharnos bien. Si te ha gustado este artículo, te agradezco compartirlo y suscribirte al boletín mensual para recibir más. |
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