Madness by Deyanira Harris Tengo la enorme suerte de trabajar con seres humanos. En mis sesiones de acompañamiento emocional me encuentro a diario frente a la enorme complejidad, belleza y fuerza del ser humano: su psique, sus luchas, sus triunfos. Es una experiencia profundamente significativa y conmovedora, especialmente cuando se dan aquellos momentos donde, después de haber trabajado un tiempo con un tema, algo encaja, y se produce un cambio. Trabajar con las emociones, sensaciones físicas, imágenes y recuerdos, nos permite acceder a toda una fuente de información que no está disponible para la mente lógica, racional y analítica. Nos permite dialogar "en vivo" con los procesos internos y acompañar su fluir, recibiendo mensajes que abren puertas a nuevas posibilidades y despliegan nuevos caminos. No es un proceso intelectual sino experiencial, donde el cuerpo es la referencia que nos dice si algo tiene sentido o no. No se trata de explicar y entender sino entrar en relación con aquello que está vivo en nosotrxs. Un ejemplo de este proceso tan maravilloso se ha dado recientemente con un cliente que lleva un tiempo trabajando con una parte de si que se despierta a menudo, reaccionando con frustración y rabia a los acontecimientos cotidianos. Lo que sigue es un cuento que he creado a raíz de las imágenes, diálogos y descubrimientos que han aparecido durante este proceso. El hombre que abrazaba volcanes En una región exuberante de un continente distante, la gente había vivido desde el tiempo en que la tierra era plana. Habían aprendido a vivir con placer y tranquilidad en los huecos de las montañas, donde el agua se juntaba y muchas criaturas les mantenían una compañía colorida y ruidosa. En el transcurso de muchos ciclos habían aprendido a sembrar y cosechar cada planta en el momento adecuado, creando hermosos jardines que decoraban como mantas de mosaico los lados de todas las montañas. Todas menos una. Esta montaña era desnuda y oscura, la antigua guardiana del camino secreto que conduce al corazón soñador de la tierra. Esta montaña no albergaba ninguna vida más que el fuego líquido que venía directamente de los intestinos de la tierra. Nadie sabía cuándo el fuego saldría en altos picos de luz ardiente y roca fundida, y debido a esta incertidumbre, la gente temía a la montaña. No podían entenderla, no podían controlarla, solo podían vivir junto a ella de la mejor manera que sabían. No era muy frecuente que la montaña retumbara y borboteara sus ríos de fuego, pero cada vez que sucedía el caos se extendía a su alrededor. Un caos lleno de miedo y resentimiento, y después del caos, la evaluación silenciosa del daño infligido. Los jardines carbonizados, las criaturas convertidas en estatuas de piedra, pueblos enteros transformados en tierra virgen como si nunca nadie hubiera vivido allí. Nadie se atrevía a acercarse a la montaña, había una barrera invisible que la mantenía completamente aislada del resto del mundo, como una prisionera o un ser sagrado. Nadie sabía que la montaña tenía un sueño. Soñaba con estar cubierta de jardines. Soñaba con conocer las raíces de los árboles cuando llegaban a la profundidad para alimentarse de los ricos minerales de la tierra. Anhelaba los colores de las flores y los pájaros, soñaba con los juegos que juegan los niños. Fue este sueño el que mantuvo a la montaña despierta, inquieta y angustiada. Este sueño era el impulso detrás de cada erupción, cada erupción era la liberación salvaje de una energía en bruto que quería crear belleza pero no sabía cómo. Y con cada erupción, algo se enredaba y confundía, sobre la montaña soplaba un viento que se parecía mucho a la tristeza y la frustración. La montaña sabía que la gente estaba reconstruyendo sus casas y jardines a los lados de otras montañas, lanzando una mirada temerosa y llena de odio hacia ella. "¿Por qué no era mi destino ser como ellxs, y vivir en paz con todas las criaturas?" Este pensamiento arañó el interior de la montaña como un raspón de grava e hizo que el fuego se volviera inquieto en el fondo. Un día, un hombre anciano comenzó a caminar. Fue llamado por ese deseo que a veces se vuelve audaz en los corazones de aquellos que han visto y oído mucho, el deseo de reflexionar y encontrar un silencio más profundo. Pasó por los jardines, por los lugares salvajes donde los animales de todo tipo son deidades incuestionables sobre sí mismxs. Se detuvo a momentos, descansando y observando su entorno, recordando e imaginando cosas que ya habían sido o no habían sido todavía. Pero siempre sintió el impulso de seguir caminando, hasta que llegó a los pies de la montaña desnuda. Recordó las advertencias que había escuchado toda su vida sobre los peligros de acercarse demasiado a esa montaña. Los demonios vivían allí, espíritus malignos listos para saltar y devorar a cualquier criatura que cruzara su territorio. Y sin embargo, hoy, simplemente quería caminar más lejos. Las viejas advertencias cuidaban cosas que habían llegado a ser menos valiosas que su deseo de llenarse. La montaña sintió la presencia. Al principio, con asombro, luego con desconfianza pero, finalmente, sintiendo el tacto suave de los pies desnudos del hombre, sintió un deseo indescriptible de ser conocida y oída. Un extraño letargo se apoderó del anciano entonces, y se sentó en la oscura roca de grava. Cerró los ojos y sintió como, en su respiración, el aire llegaba suavemente y abandonaba su cuerpo. El ritmo fue tranquilizador y se deslizó a una especie de sueño extraño ... Vio la montaña no como una enorme estructura de roca negra sino como un niño pequeño, podía sentir la indignación de su alma traicionada. Un niño pequeño con los puños apretados y un corazón decidido. Un niño pequeño con tanta energía y poder en él que no sabía cómo contenerlo y no sabía para qué era todavía. Y entonces el viejo soñó el sueño de la montaña; los jardines verdes y los animales trayendo sonidos y colores a cada lugar. Había tanto anhelo en ese sueño que el corazón del hombre se llenó de ternura y belleza. Vio que sus brazos se estiraban en un gran abrazo que rodeaba al niño y la montaña sosteniéndolos por un largo tiempo. Cuando se despertó de su sueño exstraño, el anciano habló, como si a nadie: "Eres un volcán, tienes fuego en el vientre" como si estas palabras le ofrecieran una nueva visión y un nuevo sentir. Se sentó un rato más, entrando y saliendo de sus pensamientos, como una hoja caída en una corriente somnolienta. Cuando se levantó, sintió un nuevo deseo: quería traer semillas y agua a ese rico suelo oscuro y ofrecerlos al volcán. Quería atenderlos y cuidarlos con la misma ternura que había llenado su abrazo en el sueño. Quería hacerle compañía del volcán, aun sabiendo que nunca sería domesticado. Si te ha gustado este artículo, te invito a compartirlo y a suscribirte a mi boletín mensual con meditaciones, artículos y noticias sobre la Integración Relacional. Comments are closed.
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