Nuestra sociedad tiene una manera curiosa de relacionarse con las emociones.
La dicotomía entre intelecto y emoción nos hace pensar que estas dos facultades están separadas y algo opuestas, como gatos y perros. En una cultura basada en el axioma Cartesiano “Pienso, luego existo”, el intelecto se concibe como una facultad superior, dotada de objetividad, imparcialidad, sentido y lógica. Naturalmente, estas son facultades que se suelen vincular con el género masculino. Por ende, las emociones, femeninas, ocupan un lugar subalterno, y se consideran demasiado volátiles, impredecibles, inconsistentes, subjetivas e incontrolables como para merecerse nuestra confianza. Aun así, esta represión de la emoción no es sostenible, y esto se demuestra en la altísima incidencia de adicción, depresión y ansiedad que nuestra sociedad padece. La tiranía de la felicidad Además, hay emociones que se consideran positivas y otras negativas, lo cual genera cierta presión en intentar mantenernos en un estado de felicidad, equilibrio, calma y satisfacción constante. Cuando salimos de este estado algo está mal, pero no en el sentido de cuestionar el sistema social que nos afecta, sino que algo no está bien con nosotras. No lo estamos haciendo suficientemente bien. La depresión se considera un fracaso personal, la ansiedad un trastorno, el duelo algo que dura demasiado y qué ya tendríamos que haber superado, el miedo la marca de los débiles y la tristeza una cosa que habría de marchar lo más rápido posible. Parece que en nuestra cultura, el estado ideal en el que nos deberíamos encontrar siempre es el que sonríe desde los carteles publicitarios. Como querer que siempre sea verano, que el cielo siempre esté azul, que siempre seamos jóvenes y guapas. Un lugar estático, sin cambios inconvenientes. Nuestro sistema económico capitaliza estas creencias queriendo que compremos toda clase de cosas que nos salvarán del malestar, de la vejez, del miedo, de la incomodidad, de la incertidumbre y del dolor. No nos ofrece nada que nos ayude a aprender a sostener las emociones y transitarlas de manera constructiva. Lo queremos todo fácil, abundante, placentero y barato. La brújula perdida Curiosamente, la neurociencia está llegando a otras conclusiones, algunas de ellas tampoco muy nuevas, casi todas las culturas ancestrales ya lo sabían: nuestras emociones son una guía indispensable para orientarnos en el mundo, pero solo si sabemos como escucharlas. La dicotomía Cartesiana está siendo desacreditada por las observaciones científicas de los circuitos cerebrales, donde se observa una colaboración e interdependencia entre los circuitos considerados más racionales y los más emocionales. No podemos hacer pleno uso de nuestras facultades cognitivas sin tener en cuenta nuestras emociones. Las emociones son la evidencia más directa y fiable de cómo la experiencia presente está impactando nuestro organismo, nos guste o no nos guste. La emoción nos dice que, según nuestras creencias, experiencias, necesidades, recuerdos e imaginaciones, la situación actual nos está afectando de una cierta manera. Si el intelecto no aprende a aceptar esta información, antes de intentar cuestionar o redirigir nuestra respuesta, se generará un conflicto interno que muy probablemente resultará en una tensión muscular, en una alteración de las funciones vitales, en una confusión y lucha interna que, a largo plazo, desembocarán en un estado de enfermedad. El intelecto al servicio de la emoción La emoción es un mensajero fiable. Su función no es ofrecernos una visión objetiva y panorámica de la situación, sino ubicarnos en nuestra propia experiencia subjetiva. Esta información nos sirve para tener una visión realista de como nuestro organismo puede reaccionar a una situación. El papel del intelecto sería recibir esta información y tenerla en cuenta, descifrarla, validarla, explicitarla y regularla. No, como suele hacer, cuestionarla, juzgarla, reprimirla, o ignorarla. Para hacer esto, el intelecto necesita entender que la emoción es su aliada y que colaborar con ella traerá una respuesta más precisa y completa. Tolerar la emoción El campo de juego para esta colaboración entre emoción e intelecto es el cuerpo. Cuando el cuerpo es capaz de tolerar la emoción, sin tensarse, colapsar, desbordarse o disasociarse, entonces la emoción puede permanecer presente y dialogar con el intelecto. Pero esta capacidad, para la mayor parte de las personas que han sido educadas en nuestra cultura, o bien no se ha desarrollado o se ha perdido hace mucho tiempo. El síntoma más claro de esto es la manera en la que sobre pensamos las cosas y acabamos dando vueltas en bucles. Mientras tanto, nuestro cuerpo intenta decir cosas, con sus dolencias, su respiración cortada, su opresión en el pecho, su nudo en el estómago, pero no solemos hacerle mucho caso. Desarrollar la capacidad de tolerar las emociones implica ralentizar la actividad intelectual, prestar atención a lo que está pasando en el cuerpo y aprender a sostenerlo. Es un proceso que desafía casi todos nuestros mandatos culturales: nos invita a ralentizar en lugar de acelerar, a escuchar en lugar de llenar el espacio con ruido, a contactar con la vulnerabilidad en vez de protegernos, a hacer espacio para aquello que es incómodo en vez de eliminarlo, a aceptar la incertidumbre en vez de querer saberlo todo. La recompensa es una relación más auténtica, vital y coherente con todo lo que somos. Si te interesa explorar más, te invito a participar en el próximo seminario online. Toda la información en el botón aquí abajo.
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